Cuento inconcluso.




El olor a lirios sorprendió a todos los habitantes de Bugalinda, nadie pudo escapar al aroma que se perdía por todos los callejones.  

Muchos años después cuando regresaron las bibijaguas azules se supo que los sueños se habían escondido y quedaron encerrados para siempre en baúles y escaparates, ni conjuros, ni encantamientos pudieron salvarlos del olvido…

Nadie se sorprendió cuando la vieron aparecer por el callejón que solo conducía al mar, ese fue el día que los muertos se cansaron de tantos lirios, invadieron las calles del pueblo, después se supo que venían por los sueños empolvados que dejaron en los muros y en los pavimentos, lo que nadie  nunca averiguo a dónde fueron a parar los huesos de los difuntos...

Allí estaba ella, todos sabían en el pueblo que regresaría, lo decían los negros brujos y las comadronas y hasta el adivino que curaba el mal de ojos y los parásitos de los niños, que todos los días 29 de febrero cuando el año era bisiesto llegada desde Oriente y  predijo que volvería por la vieja casona a llevarse lo que le arrebataron en vida. Lo que no sabían en el pueblo como se llevaría la mala hora en que conoció a Mundo Caiñas.

 Parecía un maniquí escapado de un escaparate, seria, pero cualquiera que se detuviera unos instantes en la mirada de gata asustada, descubriría una chispa como si la sonrisa quisiera escapársele de los gruesos labios en complicidad con los  ojos. No era una mujer hermosa, demasiados huesos para el gusto de la época pero todas volvían el rostro cuando se acercaba y su mirada vagaba de un lado a otro como si se apropiara de todo lo que estaba a su paso y lo guardara en algún recoveco de su alma.

No respondía a los saludos de algunos que tímidamente se inclinaban para abrirle paso a la enigmática mujer, las más viejas cuchicheaban, las más jóvenes la miraban con cierta envidia y temor por sus hombres, ninguno estaría a salvo con la presencia de la mujer que desató el amor, los celos y la muerte en el pueblucho que se perdía en las tardes calurosas que solo los pitazos del viejo tren sacaban de la morriña y el estupor de los días interminables cargados de lluvias y de  berridos de vacas que llevaban al matadero.

Aquella tarde de lluvias y de gatos nadie durmió la siesta que de pijama hacían los pobladores desde que el alcalde aquel, Nicolás Perdomo, los obligaba a recogerse en las casas porque era la hora en que él visitaba a su concubina, la señorita Azucena, la hija del tendero, ese fue el primero en mandarse a hacer uno porque nadie en el pueblo tenía costumbre de usarlo y dicen las malas lenguas que la deshonra de la dulzona muchacha lo convirtió en el hombre más rico del pueblo, eso lo supimos después que pasó el ciclón  Bettyy los billetes del tendero volaron por las cuatro esquinas  y todos pensaron en la maldición de la tuerta que no le perdonó nunca al mosquita muerta que no se ocupase de un hijo que tuvieron de amores inciertos.

Pero volvamos a nuestra inusual visitante.  Sí, porque aunque todos se acordaban como si hubiera sido ayer de los sucesos que transformaron la tranquilidad de los habitantes de Bugalinda,  habían transcurrido muchos años, tantos como los que tenía el viejo Dámaso porque ese día se le ocurrió venir a este pícaro mundo cuando la tragedia se enseñoreaba de los pocos inquilinos de la misteriosa casona.


georgina miguez lima ©.

Comentarios

  1. Mi cuento inconcluso que amo tanto, no estés triste te buscaré un final de esos esos magistrales y asombrosos, deja que me bajen las musas, se me han ido todas, no, no me mires así, es de verdad, no te dejaré sin final... lo tendrás al estilo de Alan Poe o Guy de Maupassant

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