Edelmirita II

Cada vez fueron menos los domingos que se le podía encontrar en la iglesia, único lugar que visitó en su vida. Cuando cruzaba el pueblo cubría el bello rostro como si se avergonzara. No se le veía ya en los bancos, iba directo a la sacristía a confesar. Un buen día a  Edelmirita no se le vio más. Siempre me preguntaba ¿Qué pecados tendría que confesar aquella santa misteriosa? Lo que si estaba claro era que aquella casona guardaba  misterios. La ventana se fue cerrando poco a poco hasta no dejar ni una rendijita por donde mirar el extraño retrato. Los comentarios empezaron a circular, la vieja Olaya que era la única  del pueblo que entraba a la casa ya no iba, era sorda como una tapia, lo único que respondía cuando alguien le preguntaba era ese ¿Queseé? que emiten los sordos.
 Los vecinos empezaron a preguntarse pero ninguno se acercaba porque recordaban cuando el perro Chucho mordió a la cieguita que solía ir a cazar mariposas cerca de la reja del patio. Hasta el día que empezó a sentirse el olor a  picuala que  inundaría todo el pueblo, salía por todas las rendijas de la vieja casona de madera el olor los atraía cada vez más. Si había muerto ¿Por qué ese olor ahora cada vez más persistente sobre todo en las tardes? Entonces se produjo un acontecimiento que asombró a todo el pueblo… llegaron las jimaguas. Serían las 4 y un poquito de la tarde, cuando el carro de Carlos, el único chofer del pueblo, se detuvo frente a la vieja casona de madera donde el comején  habían hecho de las suyas y descendieron las dos jóvenes. ¿Bonitas?  Tal vez para algunos gustos mas exigentes sí…
Tenían la elegancia que casi siempre descubrimos en los que llegan de la capital, provincianas no nos parecían. Eran distintas en la forma de vestirse, de moverse, de hablar y sobretodo de mirar... ojos curiosos, gatunos, afilados, vestidos con el brillo de la inteligencia, nadie, dudaría al observarlas que las recién llegadas eran dos jóvenes listas, el color era indefinido, lo mismo verdosos que amarillos con puntitos negros muy acentuados, sobre todo en las tardes, cuando empezaba a oscurecer y las dos jóvenes paseaban por el parque, evidentemente tratando de integrarse a la vida pueblerina.
 La cosa se puso buena cuando en el pueblo comenzaron los rumores que no se trataba de jimaguas sino de una sola, que una era la propia Edelmira que había decidido hacerse pasar por una supuesta hija y la otra su hija de verdad, el parecido era tremendo. Cosas del Diablo, decían las domingueras de misas y ayunos. Lo cierto que al principio todo se lo creyeron. ¡Ay, Dios mío! Bueno… hace bien decían unos, para la vida que ha llevado, de tantas cosas que se ha privado, por otro lado los que no creían en sus recatos le sacaban los cueros pero el comentario más extendido, tan bella y tan santa, eso no juega, la belleza hay que llevarla, mostrarla, esconderla también es pecado.
georgina miguez lima ©.

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