El cineasta que llevo dentro Frank Padrón
Frank Padrón (Pinar del Río,
1958), filólogo, ensayista, crítico de arte y comunicador audiovisual. En 2011
publicó Co-Cine (El discurso culinario en la pantalla grande), (Ediciones
ICAIC) y El cóndor pasa. Hacia una teoría del cine «nuestramericano» (Ediciones
Unión).
Carpentier siempre nos
sorprende. A la obra mayor que significa su novelística, con verdaderos
clásicos (El reino de este mundo, Concierto barroco, Los pasos perdidos…) se
han unido recientemente compilaciones de piezas menores –solo así calificados
por su extensión, dicho sea y no de paso–, que reafirman la clase de ese
escritor extraordinario, que nos enorgullece en tanto cubanos y latinos.
A las Cartas a Toutuche
(correspondencia sostenida con su madre en su etapa parisina, cuando era aún
muy joven), y Ese músico que llevo dentro (tres tomos de sus críticas y ensayos
musicológicos), se une ahora El cine, décima musa (2011), volumen mediante el
cual Ediciones ICAIC nos ayuda a apreciar y a degustar artículos que demuestran
el interés carpenteriano por el séptimo arte.
Compilado y prologado por
Salvador Arias, riguroso investigador del Instituto de Literatura y
Lingüística, el libro reúne material periodístico que abarca colaboraciones en
la prensa periódica habanera y caraqueña durante el largo periodo comprendido
entre 1925 y 1979. Una lectura rápida indica varios asertos.
Primeramente, el admirable
poder de síntesis que logra, en apenas un par de cuartillas, comunicar un mundo
de ideas, lo cual demuestra sin más el gran periodista que fue Alejo desde sus
inicios, semilla del extraordinario narrador que muy pronto comenzó a ser. En
segundo lugar, el libro devela el olfato de quien descubrió tempranamente la
importancia del cine como arte, frente a los no pocos que por entonces
declararon prejuiciosamente su carácter de «entretenimiento ferial», y después
su inminente muerte.
Carpentier insiste, desde sus
primeros acercamientos al tema, en atacar esos y otros preconceptos; en la
crónica que da nombre al volumen, arremete contra quienes establecen absurdos
parangones entre el cine y el teatro: «La equivocación parte del concepto
errado de que un género ha de ser necesariamente superior al otro y que mostrar
una decidida predilección por el “séptimo arte” equivale a hacer traición, en
bloque, a toda la tradicional y respetable tradición escénica».(1)
Varias figuras atraen su
atención y su pluma: Charles Chaplin; Serguei Einsenstein y, por extensión, el
nuevo cine soviético de la época; Orson Welles. De ellos no solo comenta sus
filmes, sino artículos y declaraciones; mas la pasión no lo ciega: plasma sin
regodeos cuando alguna de sus obras le parecen menores, cuestiona este o aquel
criterio y, de tal modo, ofrece un seguimiento de experto, que no se limita a
la escueta «primera impresión». Es justamente la grandeza de esos artistas, a
quien el tiempo situó en el lugar debido dentro de la historia del cine y el
arte todo, lo que demuestra la agudeza y el olfato de aquel crítico en ciernes.
A propósito de ello y siendo
totalmente honestos, al leer y analizar estas crónicas en conjunto, se prefiere
al periodista que partiendo de un título concreto o de un tema desarrolla otro
–digamos, la posible incidencia del «cine de horror» en la sociedad, el falso
oropel de los estudios, que esconden verdaderas pesadillas, o los rumbos de la
cinematografía europea (en específico, la germana) casi desconocidos para el
espectador latinoamericano–, más que al escritor que puntualmente se detiene en
una obra, con frecuencia, fascinado por el relato y que, dejando salir a
borbotones al narrador, «cuenta la película» y resuelve su valoración en dos o
tres frases, cierto que muy agudas.
Precisamente en tal categoría
–la del novelista omnipresente– llaman la atención los puntos de contacto que
advierte el autor entre la narrativa y el cine. Al hablar de los recursos de
este último, afirma con mucha convicción (y razón) que «[u]no de los más
importantes –el más trascendental, seguramente– está en que es el primer arte
que permite una movilización de lo absurdo. Y el absurdo organizado es una
fuerza: la fuerza misma de lo maravilloso»,(2) siendo así muy fácil encontrar
coincidencias entre esa apreciación y la tendencia estética que signó la mayor
parte de su producción narrativa.
No casualmente se dedicó a
comentar los nexos existentes entre ambas artes –a veces felices, otras no–, en
iluminadores artículos como «Cine y literatura» y «La Odisea en la pantalla», o
en aquellos otros donde rastreó la presencia de El Quijote, Jean Cocteau,
Walter Scott, Tolstoi o José Martí en el espacio fílmico. Este último adquiere
relieve, dado el entusiasmo que le provocó esa «rara avis» de José Massip, lo
cual puede apreciarse en una de sus últimas reseñas. En ella se lee:
Con esta producción, el cine
cubano se enriquece con un logro de excepcional importancia, afirmación de su
madurez, de su condición adulta, en todos los planos de la factura, de la
técnica, de la labor de intérpretes y acción eficiente –lírica y sin embargo
ceñida a los sobrios contrastes, a las calidades de agua fuerte del texto
martiano– del realizador José Massip, que aquí se nos muestra en el pleno
dominio de sus medios.(3)
Musicólogo al fin, uno de los
rubros que privilegia en los textos cinematográficos a los que se acerca es la
banda sonora. Con el oído afilado, la cultura musical y la sensibilidad de «ese
músico que llev[aba] dentro», el comentarista hace justicia, por ejemplo, al
imprescindible acompañante de las imágenes en el periodo mudo:
El «pianista de cine»
–escribe– era el máximo espectador de la película. Situado al pie de la
pantalla, en un ángulo particularmente desfavorable para enterarse de lo que
ocurría, lograba adivinar, haciendo prodigios de intuición, que aquellas
sombras evanescentes anunciaban un bosque […] en el acto, sus dedos ingeniosos
buscaban el trozo adecuado.(4)
Así, cuestiona, elucida y
hace valoraciones con «oreja muy fina», cultura musical y sensibilidad, tanto
acerca de las partituras, o de la utilización de este u otro fragmento en el
cine (ya sonoro), como acerca de algún que otro plagio o cierto segmento −a su
juicio− infelizmente utilizado, en esclarecedores artículos como «La música en
el festival de cine», «Ópera y cine», «Una fecha en la historia del cine» o «Al
margen de una película». Justamente en ese último expresa:
Cuando la música ligera es
fina, graciosa; cuando cumple con sus meras finalidades de ser amable y buena
para bailar, y además, está bien escrita (como ocurría con la música bailable
de Gershwin) se hace algo sumamente interesante, por cuanto contribuye a caracterizar,
con una aportación que no puede ignorarse, la época en que se produce.(5)
Pero Alejo se introduce en
temas medulares que aún hoy mantienen una vigencia absoluta: la dualidad cine
comercial/de arte le arranca sabias reflexiones, dejando clara su preferencia
por el segundo y criticando a los meros artesanos, solo interesados en ganar
dinero a costa de llenar las salas. Y si alguna vez le preocupó la posible
muerte del cine, casi siempre mostró su fe en la continuidad y en el
perfeccionamiento de esta manifestación −debates, como sabemos, que han
conocido frecuentes y cíclicas reapariciones a través de la historia de ese
arte–. También avizoró la preponderancia de Hollywood, por lo cual privilegió
más de una vez las cinematografías alternativas de Asia, Europa y América
Latina, incluido nuestro país, por supuesto. De hecho una de sus últimas
crónicas, «En el vigésimo aniversario del ICAIC», escrita en 1979 y publicada
en el diario Granma, fue un entusiasta saludo al cine cubano. Allí plasma,
convencido: «El cine cubano, conocido ya en todas partes, se ha integrado en el
panorama de la cinematografía mundial como logro ejemplar y admirable de
nuestra lucha en el frente de la cultura revolucionaria, imponiéndose además,
por derecho propio, en virtud de sus méritos intrínsecamente cualitativos».(6)
La edición de Daniel García
Santos fue suficientemente cuidadosa; sin embargo, pudo haber contemplado
ciertas aclaraciones, mediante notas al pie, de cambios que en ocasiones
ocurren con algunos títulos: el autor se refiere indistintamente a Potemkim, el
clásico ruso, como El crucero…, otras como definitivamente se le conoce (El
acorazado…); a La Quimera del Oro (Chaplin), cuando no la denomina así, la
nombra La avalancha…, lo cual pudo deberse a variedad en las traducciones del
momento, pero puede generar confusiones en el lector.
La cubierta de Alfredo
Montoto resulta expresiva: el clásico fotograma de Charlot junto al entonces
niño Mickey Rooney, en El chicuelo, ilustra como pocos, no solo, en términos
generales, la materia en que nos adentraremos, sino, particularmente, la
recurrente presencia en la obra carpenteriana de uno de los mitos
cinematográficos más admirados por el escritor.
El cine, décima musa es un
libro necesario. Tanto para los estudiosos y admiradores de la cimera figura de
las letras hispanoamericanas que lo firma, como para los cinéfilos en general:
impresiona comprobar cómo, en pleno siglo xxi, muchos de los asertos,
comentarios y apuntes del escritor, aquí en su faceta de avispado cronista cinematográfico,
se mantienen en pie y siguen contribuyendo a la ampliación de la cultura
fílmica del lector. Como afirma Graziella Pogolotti en su Introducción:
Alejo nunca abandonó su
fidelidad al cine. […] No fue entonces, un espectador casual. Frecuentaba la
sala oscura en la etapa silente con Amadeo Roldán, unode los fundadores de la
vanguardia musical […] A la salida, ambos prolongaban la noche tejiendo sueños
de futuro. Esa proyección de futuridad, volcada hacia la realización de un arte
nuevo aguzó el entendimiento para percibir las posibilidades abiertas por la
cámara y el celuloide.(7)
(1) Alejo Carpentier, El
cine, décima musa, Ediciones ICAIC, La Habana, 20
(2) «Páginas del diario de
José Martí, nuevo filme cubano de José Massip»,
(4) «Músicas cinematográficas»
(5) «Al margen de una
película»
(7) Graziella Pogolotti, «Introducción»,
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