Noches blancas Novela sentimental. Recuerdos de un soñador: Fedor Dostoiewski
Jose, mi hijo que me ayudó a descubrir
a este gran creador de todos los tiempos.
Mamá.
Fiódor Mijáilovich Dostoyevski es uno de los principales escritores de la Rusia Zarista, cuya literatura explora la psicología humana en el complejo contexto político, social y espiritual de la sociedad rusa del siglo XIX. Nació en Moscú, 11 de noviembre de 1821 - muere en San Petersburgo, 9 de febrero de 1881.
Su vida fue azarosa pero su talento y su arte lo salvaron del anonimato y está considerado como uno de los más grandes escritores de todos los tiempos de la cultura occidental y de la literatura universal.
El escritor, el hombre agobiado por deudas y enfermedades, murió en su casa de San Petersburgo, el 9 de febrero de 1881, de una hemorragia pulmonar asociada a un enfisema y a un ataque epiléptico. Fue enterrado en el Cementerio Tijvin, dentro del Monasterio de Alejandro Nevski, en San Petersburgo. El vizconde E. M. de Vogüé, embajador de Francia en Moscú, describió el funeral como una especie de apoteosis. En su libro Le Roman russe, señala que entre los miles de jóvenes que seguían el cortejo, se podía distinguir incluso a los nihilistas, que se encontraban en las antípodas de las creencias del escritor. Anna Grigórievna señaló que «los diferentes partidos se reconciliaron en el dolor común y en el deseo de rendir el último homenaje al célebre escritor».
En su lápida sepulcral puede leerse el siguiente versículo de San Juan, que sirvió también como epígrafe de su última novela, Los hermanos Karamázov:
“En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo
que cae en la tierra no muere, queda solo,
pero si muere produce mucho fruto”
que cae en la tierra no muere, queda solo,
pero si muere produce mucho fruto”
Evangelio de San Juan 12:2.
No fue el primer clásico que añadi a mi cesta de lecturas, sí, el más que me impactó y dejó grandes huellas, recuerdo que mientras lo leía mi hijo José Eduardo que siempre descubre mis escapadas a los libros y lo mejor que podía ocurrir, ocurrió, las seguía hasta convertirse en un lector insaciable, al punto que nos comentamos lo que íbamos leyendo, también sintió la influencia del gran Dosto y forma parte de la larga lista de sus autores más leídos y admiurados.Quiero recordar estos lindos momentos vividos cuando la vida nos mantenía bajo el mismo techo sin tomar los derroteros normales que el tiempo nos va marcando por eso recordaré el cuento Noches blancas, que él leyó antes que la madre, profesora de Literatura y si me pongo de suerte y muchos de los que lean esta nota, lo lean y sientan el gran talento del ruso novecentista que marcó un hito en el arte de escribir. De aquí nació la fusión con el ruso inmortal y entre comentarios, lecturas compartidas en cualquier rincón de la casa de Alamar, a veces mientras cocinaba, otras en el patio, en el portalito, el jardín, compartimos nuestros descubrimientos de los personajes, frases subrayadas, ideas y disfrutamos mucho del arte de sus mejores libros, hubo muchos pero los protagonistas de Los hermanos Karamazov, el Príncipe Misky del Idiota, Raskolnikov de Crimen y Castigo aún están en muchos de nuestros recuerdos, pero hoy voy a recrear ese cuento de juventud, Noches blancas .
" ¿O fue creado para estar siquiera un momento
en las cercanías de tu corazón?"
I. Turgenev
Noche primera
Era una noche maravillosa, una de esas noches,
amable lector, que quizá sólo existen en
nuestros años mozos. El cielo estaba tan estrellado,
tan luminoso, que mirándolo no podía
uno menos de preguntarse: ¿pero es posible
que bajo un cielo como éste pueda vivir tanta
gente atrabiliaria y caprichosa? Ésta, amable
lector, es también una pregunta de los años
mozos, muy de los años mozos, pero Dios quiera
que te la hagas a menudo. Hablando de gente
atrabiliaria y por varios motivos caprichosa,
debo recordar mi buena conducta durante todo
ese día. Ya desde la mañana me atormentaba
una extraña melancolía. Me pareció de pronto
que a mí, hombre solitario, me abandonaba
todo el mundo que todos me rehuían. Claro
que tienes derecho a preguntar: ¿y quiénes son
esos «todos»? Porque hace ya ocho años que
conozco a fondo, casi me he aprendido de memoria
sus fisonomías, me alegro cuando las veo
alegres y me entristezco cuando las veo tristes.
Estuve a punto de trabar amistad con un anciano
a quien encontraba todos los días a la misma
hora en la Fontanka. ¡Qué rostro tan impresionante,
tan pensativo, el suyo! Caminaba murmurando
continuamente y accionando con la
mano izquierda, mientras que en la derecha
blandía un bastón nudoso con puño de oro. Él
también se percató de mí y me miraba con vivo
interés. Estoy seguro de que se ponía triste si
por ventura yo no pasaba a esa hora precisa por
ese lugar de la Fontanka. He ahí por qué algunas
veces estuvimos a punto de saludarnos,
sobre todo cuando estábamos de buen humor.
No hace mucho, cuando nos encontramos al
cabo de tres días de no vernos, casi nos llevamos
la mano al sombrero, pero afortunadamente
nos dimos cuenta a tiempo, bajamos el brazo
y pasamos uno junto a otro con un gesto de
simpatía. También las casas me son conocidas.
Cuando voy por la calle parece que cada una de
ellas me sale al encuentro, me mira con.todas
sus ventanas y casi me dice: «¡Hola! ¿Qué tal?
Yo, gracias a Dios, voy bien, y en mayo me
añaden un piso. » O bien: «¿ Cómo va esa salud?
A mí mañana me ponen en reparaciones.»
O bien: «Estuve a punto de arder y me llevé un
buen susto.» Y así por el estilo. Entre ellas tengo
mis preferidas, mis amigas íntimas. Una de
ellas tiene la intención de ponerse en tratamiento
este verano con un arquitecto. Iré de propósito
a verla todos los días para que no la curen al
buen tuntún. ¡Dios la proteja! Nunca olvidaré lo
que me pasó con una casita preciosa pintada de
rosa claro. Era una casita adorable, de piedra, y
me miraba de un modo tan afable y observaba
con tanto orgullo a sus desgarbadas vecinas
que mi corazón se henchía de gozo cuando pasaba
ante ella. Pero de repente, la semana pasada,
cuando bajaba por la calle y eché una mirada
a mi amiga, oí un grito de dolor: «¡Me van a
pintar de amarillo!» ¡Malvados, bárbaros! No
han perdonado nada, ni siquiera las columnas o
las cornisas; y mi amiga se ha puesto amarilla
como un canario. A mí casi me dio un ataque
de ictericia con ese motivo. Y ésta es la hora en
que no he tenido fuerzas para ir a ver a mi pobre
amiga desecrada, teñida del color nacional
del Imperio Celeste.
Así, pues, lector, ya ves de qué manera conozco
todo Petersburgo.
Ya he dicho que durante tres días enteros me
tuvo atormentado la inquietud hasta que por
fin averigüé su causa. En la calle no me sentía
bien -éste ya no está aquí, ni este otro; y ¿adónde
habrá ido aquel otro?-, ni tampoco en casa.
Durante dos noches seguidas hice un esfuerzo:
¿qué echo de menos en mi rincón? ¿por qué me
es tan molesto permanecer en él? Miraba perplejo
las paredes verdes y mugrientas, el techo
cubierto de telarañas que con gran éxito cultivaba
Matryona; volvía a examinar todo mi mobiliario,
a inspeccionar cada silla, pensando si
no estaría ahí la clave de mi malestar (porque
basta que una sola de mis sillas no esté en el
mismo sitio que ayer para que ya no me sienta
bien), miré por la ventana, y todo en vano..., no
hallé alivio. Decidí incluso llamar a Matryona y
reprenderla paternalmente por lo de las telarañas
y, en general, por la falta de limpieza, pero
ella se limitó a mirarme con asombro y me volvió
la espalda sin decir palabra; así, pues, las
telarañas siguen todavía felizmente en su sitio.
Por fin esta mañana logre averiguar de qué se
trataba. Pues nada, que todo el mundo estaba
saliendo de estampía para el campo. Pido perdón
por la frase vulgar, pero es que ahora no
estoy para expresarme en estilo elevado ....
porque, así como suena, todo lo que encierra
Petersburgo se iba a pie o en vehículo al campo.
Todo caballero de digno y próspero aspecto
que tomaba un coche de alquiler se convertía al
punto en mis ojos en un honrado padre de familia
que, después de las consabidas labores de
su cargo, se dirigía desembarazado de equipaje
al seno de su familia en una casa de campo.
Cada transeúnte tomaba ahora un aire singular,
como si quisiera decir a sus congéneres: «Nosotros,
señores, estamos aquí sólo de paso. Dentro
de un par de horas nos vamos al campo.» Se
abría una ventana, se oía primero el teclear de
unos dedos finos y blancos como el azúcar, y
asomaba la cabeza de una muchacha bonita que
llamaba al vendedor ambulante de flores; al
punto me figuraba yo que estas flores se compraban,
no para disfrutar de ellas y de la primavera
en el aire cargado de una habitación
ciudadana, sino porque todos se iban pronto al
campo y querían llevarse las flores consigo.
Pero hay más, y es que había adquirido ya tal
destreza en este nuevo e insólito género de descubrimientos
que podía, sin equivocarme,
guiado sólo por el aspecto físico, determinar en
qué tipo de casa de campo vivía cada cual. Los
que las tenían en las islas Kamenny y Aptekarski
o en el camino de Peterhof, se distinguían
por la estudiada elegancia de sus modales,
por su atildada indumentaria veraniega y por
los soberbios carruajes en que venían a la ciudad.
Los que las tenían en Pargolov, o aún más
lejos, impresionaban desde el primer momento
por su prestancia y prudencia. Los de la isla
Krestovski destacaban por su continente invariablemente
alegre. Sucedía que tropezaba a
veces con una larga hilera de carreteros que con
las riendas en la mano caminaban perezosamente
junto a sus carromatos, cargados de verdaderas
montañas de muebles de toda laya;
mesas, sillas, divanes turcos y no turcos, y otros
enseres domésticos; y encima de todo ello, en la
cumbre misma de la montaña, iba a menudo
sentada una macilenta cocinera, protectora de
la hacienda de sus señores como si fuera oro en
paño. O veía pasar, cargadas hasta los topes de
utensilios domésticos, barcas que se deslizaban
por el Neva o la Fontanka hasta a río Chorny o
las islas. Los carros y las barcas se multiplicaban
por diez o por ciento a mis ojos. Parecía
que todo se levantaba y se iba, que todo se
trasladaba al campo en caravanas enteras, que
Petersburgo amenazaba con quedarse desierto
-y llegué al punto de tener vergüenza, de sentirme
ofendido y triste. Yo no tenía adónde ir,
ni por qué ir al campo, pero estaba dispuesto a
irine con cualquier carromato, con cualquier caballero
de aspecto respetable que alquilara un
coche de punto. Nadie, sin embargo, absolutamente
nadie me invitaba. Era como si se hubieran
olvidado de mí, como si efectivamente fuera
un extraño para todos.
Anduve mucho, largo tiempo, hasta que, como
me ocurre a menudo, perdí la noción de
dónde estaba, y cuando volví en mi acuerdo me
hallé a las puertas de la ciudad. De pronto me
sentí contento, rebasé el puesto de peaje y me
adentré por los sembrados y praderas sin parar
mientes en el cansancio, sintiendo sólo con todo
mi cuerpo que se me quitaba un peso del alma.
Los transeúntes me miraban con tanta afabilidad
que se diría que les faltaba poco para saludarme.
No sé por qué todos estaban alegres, y
todos, sin excepción, iban fumando cigarros.
También yo estaba alegre, alegre como hasta
entonces nunca lo había estado. Era como si de
pronto me encontrase en Italia -tanto me afectaba
la naturaleza, a mí, hombre de ciudad,
medio enfermo, que casi comenzaba a asfixiarme
entre los muros urbanos.
Hay algo inefablemente conmovedor en nuestra
naturaleza petersburguesa cuando, a la llegada
de la primavera, despliega de pronto toda
su pujanza, todas las fuerzas de que el cielo la
ha dotado, cuando gallardea, se engalana y se
tiñe con los mil matices de las flores. Me recuerda
a una de esas muchachas endebles y
enfermizas a las que a veces se mira con lástima,
a veces con una especie de afecto compasivo,
y a veces, sencillamente, no se fija uno en
ellas, pero que de pronto, en un abrir y cerrar
de ojos, sin que se sepa cómo, se convierten en
beldades singulares y prodigiosas. Y uno,
asombrado, cautivado, se pregunta sin más:
¿qué impulso ha hecho brillar con tal fuego
esos ojos tristes y pensativos?, ¿qué ha hecho
volver la sangre a esas mejillas pálidas y sumidas?,
¿qué ha regado de pasión los rasgos de
ese tierno rostro?, ¿de qué palpita ese pecho?,
¿qué ha traído de súbito vida, vigor y belleza al
rostro de la pobre muchacha?, ¿qué la ha hecho
iluminarse con tal sonrisa, animarse con esa
risa cegadora y chispeante? Mira uno en torno
suyo buscando a alguien, sospechando algo.
Pero pasa ese momento y quizás al día siguiente
encuentra uno la misma mirada vaga y pensativa
de antes, el mismo rostro pálido, la misma
humildad y timidez en los movimientos; y
más aún: remordimiento, rastros de cierta torva
melancolía y aun irritación ante el momentáneo
enardecimiento. Y le apena a uno que esa ins
Regresé a la ciudad muy tarde y ya daban las
diez cuando llegué cerca de casa. Mi camino me
llevaba por el muelle del canal, en el que a esa
hora no encontré alma viviente, aunque verdad
es que vivo en uno de los barrios más apartados
de la ciudad. Iba cantando porque cuando
me siento feliz siempre tarareo algo entre dientes,
como cualquier hombre feliz que carece de
amigos o de buenos conocidos y que, cuando
llega un momento alegre, no tiene con quien
compartir su alegría. De repente me sucedió la
aventura más inesperada.
A unos pasos de mí, de codos en la barandilla
del muelle, estaba una mujer que parecía observar
con gran atención el agua turbia del canal.
Vestía un chal negro muy coqueto y llevaba
un bonito sombrero amarillo. «Es, sin duda,
joven y morena», pensé. Por lo visto no había
oído mis pasos y ni siquiera se movió cuando,
conteniendo el aliento y con el corazón a galope,
pasé junto a ella. «Es extraño -me dije-, algo
la tiene muy abstraída.» De pronto me quedé
clavado en el sitio. Creí haber oído un sollozo
ahogado. Sí, no me había equivocado, porque
momentos después oí otros sollozos. ¡Dios mío!
Se me encogió el corazón. Soy muy tímido con
las mujeres, pero en esta ocasión giré sobre los
talones, me acerqué a ella y le hubiera dicho
«¡Señorita!» de no saber que esta exclamación
ha sido pronunciada ya un millar de veces en
novelas rusas que versan sobre la alta sociedad.
Eso fue lo único que me contuvo. Pero mientras
buscaba otra palabra la muchacha recobró su
compostura, miró en torno suyo, bajó los ojos y
se deslizó junto a mí a lo largo del muelle. Al
momento me puse a seguirla, pero ella, adivinándolo,
se apartó del muelle, cruzó la calle y
siguio caminando por la acera. Yo no me atreví
a cruzar la calle. El corazón me latía como el de
un pajarillo que se tiene cogido en la mano.
Inopinadamente la casualidad vino en mi ayuda.
Por la acera, no lejos de mi desconocida, apareció
de pronto un caballero vestido de frac,
impresionante por los años, aunque no lo fuera
por su manera de andar. Caminaba haciendo
eses y apoyándose con tiento en la pared. La
muchacha iba como una flecha, rauda y tímida,
como van por lo común las mocitas que no
quieren que se las acompañe a casa de noche, y,
por supuesto, el caballero tambaleante no
hubiera podido alcanzarla si mi suerte no le
hubiera sugerido recurrir a una estratagema.
Sin decir palabra, el caballero se arrancó de
repente y se puso a galopar en persecución de
mi desconocida. Ella volaba, pero no obstante
el caballero de los trompicones iba alcanzándola,
la alcanzó por fin, la muchacha lanzó un
grito... y yo doy gracias al destino por el excelente
bastón de nudos que mi mano derecha
empuñaba en tal ocasión. En un abrir y cerrar
de ojos me planté en la acera opuesta, el caballero
importuno comprendió al instante de qué
se trataba, tomó en consideración el argumento
irresistible que yo blandía, calló, se desvió, y
sólo cuando se halló bastante lejos protestó
contra mí en términos bastante enérgicos, pero
sus palabras apenas se percibían desde donde
estábamos.
-Deme usted la mano -le dije a mi desconocida-.
Ese sujeto ya no se atreverá a acercarse.
Ella, en silencio, me alargó la mano, que aún
temblaba de agitación y espanto. ¡Oh, caballero
importuno, cómo te di las gracias en ese momento!
La miré fugazmente. Era bonita y morena.
Había acertado. En sus pestañas negras
brillaban aún lágrimas de miedo reciente o de
tristeza anterior. No sé. Pero a los labios afloraba
ya una sonrisa. Ella también me miró de soslayo,
se ruborizó ligeramente y bajó los ojos.
-¿Por qué me rechazó usted antes? Si yo
hubiera estado allí no habría pasado esto.
-No le conocía. Pensé que también usted...
-¿Pero es que me conoce usted ahora?
-Un poco. Por ejemplo, ¿por qué tiembla usted?
-¡Ah, ha acertado a la primera mirada!
-respondí entusiasmado de saberla inteligente,
lo que, unido a la belleza, no es humo de pajas-.
Sí, a la primera mirada ha adivinado usted qué
clase de persona soy. Es verdad, soy tímido con
las mujeres. Estoy agitado, no lo niego; ni más
ni menos que usted misma lo estaba hace un
minuto cuando la asustó ese señor. Ahora el
que tiene miedo soy yo. Parece un sueño, pero
ni aun en sueños hubiera creído que hablaría
con una mujer.
-¿Cómo? ¿Es posible?
-Sí. Si me tiembla la mano es porque hasta
ahora no había apretado nunca otra tan pequeña
y bonita como la suya. He perdido la costumbre
de estar con las mujeres; mejor dicho,
nunca la he tenido, soy un solitario. Ni siquiera
sé hablar con ellas. Ni ahora tampoco. ¿No le he
soltado a usted alguna majadería? Dígamelo
con franqueza. Le advierto que no me ofendo.
-No, nada. Todo lo contrario. Y si me pide usted
que sea franca le diré que a las mujeres les
gusta esa clase de timidez. Y si quiere saber
algo más, también a mí me gusta, y no le diré
que se vaya hasta que lleguemos a casa.
-Lo que hará usted conmigo -dije jadeante de
entusiasmo- es que dejaré de ser tímido y entonces
¡adiós a todos mis métodos!
-¿Métodos? ¿Qué clase de métodos? ¿Y para
qué sirven? Eso ya no me suena bien.
-Perdón. No será así. Se me fue la lengua. Pero
¿como quiere que en un momento como éste
no tenga el deseo ... ?
-¿De agradar, no es eso?
-Pues sí. Por amor de Dios, sea usted buena.
Juzgue de quién soy. Tengo ya veintiséis años y
nunca he conocido a nadie. ¿Cómo puedo
hablar bien, con facilidad y buen sentido? Mejor
irán las cosas cuando todo quede explicado,
con claridad y franqueza. No sé callar cuando
habla el corazón dentro de mí. Bueno, da lo
mismo. ¿Puede usted creer que nunca he
hablado con una mujer, nunca jamás? ¿qué no
he conocido a ninguna? Ahora bien, todos los
días sueño que por fin voy a encontrar a alguien.
¡Si supiera usted cuántas veces he estado
enamorado de esa manera!
-Pero ¿cómo? ¿Con quién?
-Con nadie, con un ideal, con la mujer con
que se sueña. En mis sueños compongo novelas
enteras. Ah, usted no me conoce. Es verdad que
he conocido a dos o tres mujeres; otra cosa sería
inconcebible, pero ¿qué mujeres? Una especie
de patronas... Pero voy a hacerla reír, voy a
ctecirle que algunas veces he pensado entablar
conversación en la calle con alguna mujer de la
buena sociedad. Así, sin cumplidos. Claro está
que cuando se halle sola. Hablar, por supuesto,
con timidez, respeto y apasionamiento; decirle
que me muero solo, que no me rechace, que no
hallo otro medio de conocer a mujer alguna,
insinuarle incluso que es obligación de las mujeres
el no rechazar la tímida súplica de un
hombre tan infeliz como yo; y que, al fin y al
cabo, lo que pido es sólo que me diga con simpatía
un par de palabras amistosas, que no me
mande a paseo desde el primer instante, que
me crea bajo palabra, que escuche lo que le digo,
que se ría de mí si le da gusto, que me dé
esperanzas, que me diga dos palabras, tan sólo
dos palabras, aunque no nos volvamos a ver
jamás. Pero usted se ríe... Por lo demás, hablo
sólo para hacerla reír...
-No se enfade. Me río porque es usted su
propio enemigo. Si probara usted, quizá lograra
todo eso aun en la calle misma. Cuanto más
sencillo, mejor. No hay mujer buena, a menos
que sea tonta o esté enfadada en ese momento
por cualquier motivo, que pensara despedirle a
usted sin esas dos palabras que implora con
tanta timidez. Por otro lado, ¿quién soy yo para
hablar? Lo más probable es que le tuviera a
usted por loco. Juzgo por mí misma. ¡Bien sé yo
cómo viven las gentes en el mundo!
-Se lo agradezco -exclamé-. ¡No sabe usted lo
que acaba de hacer por mí!
-Bien. Ahora dígame cómo conoció usted que
soy de las mujeres con quienes .... bueno, a
quienes usted considera dignas de... atención y
amistad. En otras palabras, no una patrona,
como decía usted. ¿Por qué decidió acercarse a
mí?
-¿Por qué? ¿Por qué? Pues porque estaba usted
sola, porque ese caballero era demasiado
atrevido y porque es de noche. No dirá usted
que no es obligación...
-No, no, antes de eso. Allí, al otro lado de la
calle. Usted quería acercárseme, ¿verdad?
-¿Allí, al otro lado? De veras que no sé qué
decir. Temo que... Hoy, sabe usted, me he sentido
feliz. He estado andando y cantando. Salí a
las afueras. Nunca hasta ahora he tenido momentos
tan felices. Usted... me parecía quizá...
Bueno, perdone que se lo recuerde: me parecía
que lloraba usted y me era intolerable oírlo. Se
me oprimía el corazón. ¡Ay, Dios mío! ¿Cree
usted que podía oírla sin afligirme? ¿Es que fue
pecado sentir compasión fraternal por usted?
Perdone que diga compasión... En suma, ¿acaso
podía ofenderla cuando se me ocurrio acercarme
a usted?
-Bueno, basta; no diga más -repuso la joven,
bajando los ojos y apretándome la mano-. Yo
misma tengo la culpa por haber hablado de eso.
Pero estoy contenta de no haberme equivocado
con usted. Bueno, ya hemos llegado. Tengo que
meterme por esta callejuela. Son dos pasos nada
más. Adiós, le agradezco...
-¿Pero es de veras posible que no volvamos a
vernos? ¿Es posible que las cosas queden así?
-Mire -dijo riendo la muchacha-. Al principio
sólo queria usted dos palabras, y ahora... Pero,
en fin, no le prometo nada. Puede que nos encontremos.
-Mañana vengo aquí -dije-. Ah, perdone, ya
estoy exigiendo...
-Sí, es usted impaciente. Exige casi...
-Escuche -la interrumpí-. Perdone que se lo
diga otra vez, pero no puedo dejar de venir
aquí mañana. Soy un soñador. Hay en mí tan
poca vida real, los momentos como éste, como
el de ahora, son para mí tan raros que me es
imposible no repetirlos en mis sueños. Voy a
soñar con usted toda la noche, toda la semana,
todo el año. Mañana vendré aquí sin falta, aquí
mismo, a este mismo sitio, a esta misma hora, y
seré feliz recordando el día de hoy. Este sitio ya
me es querido. Tengo otros dos o tres sitios
como éste en Petersburgo. Una vez hasta lloré
recordando algo, igual que usted. Quién sabe,
quizá usted también hace diez minutos lloraba
recordando alguna cosa. Pero perdón, estoy
desbarrando de nuevo. Puede que usted, alguna
vez, fuera especialmente feliz en este lugar.
-Bueno -dijo la muchacha-. Quizá yo también
venga aquí mañana. A las diez también. Veo
que ya no puedo impedirle... pero, mire, es que
necesito venir aquí. No piense usted que le doy
una cita. Le aseguro que tengo que estar aquí
por asuntos míos. Ahora bien, se lo digo sin
titubeos: no me importaría que también viniera
usted. En primer lugar porque pudieran ocurrir
incidentes desagradables como el de hoy; pero
dejemos eso... En suma, sencillamente me gustaría
verle... para decirle dos palabras. Ahora,
vamos a ver, ¿no me condena usted? ¿No piensa
que le estoy dando una cita sin más ni más?
No se la daría si ... ; pero, bueno, eso es un secreto
mío. Antes de todo una condición.
-¡Una condición! Hable, dígalo todo de antemano.
Estoy de acuerdo con todo, dispuesto a
todo -exclamé exaltado-. Respondo de mí, seré
atento, respetuoso... Usted me conoce.
-Precisamente porque le conozco le invito para
mañana -dijo la joven riendo-. Le conozco
muy bien. Pero, mire, venga con una condición:
en primer lugar (sea usted bueno y haga lo que
le pido; ya ve que hablo con franqueza) no se
enamore de mí. Eso no puede ser, se lo aseguro.
Estoy dispuesta a ser amiga suya. Aquí tiene mi
mano. Pero lo de enamorarse no puede -ser. Se
lo ruego.
-Le juro -grité yo, cogiéndole la mano...
-Basta, no jure, porque es usted capaz de estallar
como la pólvora. No piense mal de mí porque
le hablo así. Si usted supiera... Yo tampoco
tengo a nadie con quien poder cambiar una
palabra o a quien pedir consejo. Claro que la
calle no es sitio indicado para encontrar consejeros.
Usted es la excepción. Le conozco a usted
como si fuésemos amigos desde hace veinte
años. ¿De veras que no cambiará usted?
-Usted lo verá. Lo que no sé, sin embargo, es
cómo voy a sobrevivir las próximas veinticuatro
horas.
-Duerma usted a pierna suelta. Buenas noches.
Recuerde que ya he confiado en usted.
Hace un momento lanzó usted una exclamación
tan hermosa que justifica cualquier, sentimiento,
incluso el de simpatía fraternal. ¿Sabe?
Lo dijo usted de un modo tan bello que al instante
pensé que podía fiarme de usted.
-¿Pero earamos. Pasé la noche andando, sin
decidirme a volver a casa. ¡Me sentía tan feliz!
¡Hasta mañana!n qué asunto?.¿Para qué?
-Hasta mañana. Mientras tanto hay que
guardar secreto. Tanto mejor para usted, porque
a cierta distancia parece una novela. Quizá
mañana se lo diga, o quizá no. Ya hablaremos,
nos conoceremos mejor...
-Yo mañana le voy a contar a usted todo lo
mío. Pero ¿qué es esto? Parece como si me ocurriera
un milagro. ¿Dónde estoy, Dios mío? ¿No
está usted contenta de no haberse enfadado
conmigo, como lo hubiera hecho otra mujer?
¿De no haberme rechazado desde el primer
momento? En dos minutos me ha hecho usted
feliz para siempre. Sí, feliz. Quién sabe, quizá
me ha reconciliado usted conmigo mismo,
quizá ha resuelto mis dudas... Quizá hay también
para mí minutos así... Pero ya le contaré
todo mañana, ya se enterará usted de todo.
-Bueno, acepto. Usted empezará.
-De acuerdo.
-Hasta la vista.
-Hasta la vista.
Nos separamos. Pasé la noche andando, sin
decidirme a volver a casa. ¡Me sentía tan feliz!
¡Hasta mañana!
Continuará...
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