Microrrelatos, cuatro autores imprescindibles a la hora de entrar al mundo de la Literatura.


Franz Kafka, "Una pequeña fábula"

"Ay", dijo el ratón, "el mundo se está haciendo más chiquito cada día. Al principio era tan grande que yo tenía miedo, corría y corría, y me alegraba cuando al fin veía paredes a lo lejos a diestra y siniestra, pero estas largas paredes se han achicado tanto que ya estoy en la última cámara, y ahí en la esquina está la trampa a la cual yo debo caer".
"Sólamente tienes que cambiar tu dirección", dijo el gato, y se lo comió.


Impulso… Eduardo Gregorio, Mendoza, Argentina

Solamente había dejado caer una lágrima cuando se arrepintió, porque se encontró preguntándose cuál era el precio que realmente se pagaba por dejarla caer. Una verdadera lágrima aparece de golpe desde un costado ignorado y se vuelve intolerable hasta que estalla como un torrente de una gota.
No permanece mucho tiempo, visible y ardiente; apenas es un arrebato importante, algo que parece estar a punto de hacer grandes revelaciones y se extingue sin haber hecho otra cosa más que sugerirlas. Quizás, después de todo, se trata sólo de una sublime expresión de impotencia que hace un esfuerzo especial por mostrarse.
Se arrepintió de haberla dejado caer porque, como siempre le ocurría, su ignorancia mayor fue la de no saber qué se le había ido con ella.
Eduardo Gregorio.



[¡Abrió los ojos!, Juan Ramón Jiménez.

Abrió los ojos. (Había estado tirado en su butaca toda la mañana fea, durmiendo su largo, desesperado hastío.)
Las cuatro paredes de su cuarto estaban oscuras de tanto deslumbre. Una ventanita cuadrada cortaba el cuadro resplandeciente. Un cielo azul limpio, casas radiantes de sol y sombra, una plaza llena de gentes gritando y corriendo.
“Esa es la vida, sal”, le dijeron seres oscuros por dentro de su sangre.
Y se tiró por la ventana.


La otra mirada, Ramón Gómez de la Serna.

En el despacho de la Dirección del Circo se presentó una tarde un hombre flacucho, con tipo de cesante y de gato disecado.
El director le preguntó que qué hacía. Él dijo que era ilusionista, y que hacía desaparecer los objetos y las personas.
El gordo director, que jugaba con la moneda de un dije, como si con ella en la mano estuviese pensando una jugada sobre el tapete verde, le dijo riendo:
-¿A que no me hace usted desaparecer a mí?
El ilusionista se desabotonó los puños de la americana y de la camisa, sacó el lápiz largo que era su varita mágica y dando un golpecito en la calva al director le hizo desaparecer. Después se quedó pensativo y resolvió no volverle a hacer aparecer.
Desde entonces es el director del circo el ilusionista.

La otra mirada.Antología del
 hispánico. Ed. Menoscuarto.2005

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